Cuentan el chiste de siete náufragos en una isla desierta. Seis de ellos son orientales y el séptimo un norteamericano muy gordo. El primer día se asignan las tareas que todos deben cumplir para seguir vivos. Uno se encargará de la leña, otro de pescar, un tercero de cazar, el siguiente de construir un refugio, etcétera. Deciden que el norteamericano se dedique sólo a comer. Y así lo hacen. Cada mañana, los seis asiáticos se aplican a sus tareas y por la noche se dedican a ofrecerle un magnífico festín al yanqui, quien, harto de tanta comida, siempre deja restos suficientes para la alimentación de los seis desdichados. Cualquiera a quien se le explicara el extraño modo de comportamiento social de los náufragos se llevaría las manos a la cabeza y pediría, como mínimo, el exilio del prepotente rostro pálido. Sin embargo, si explicamos esta historia a un economista ortodoxo, neoclásico, de los de cátedra y tertulia, su análisis será tan sorprendente como ilustrativo. Diría que, de hecho, ...