Cristina Morano - Lavabos de señoras/Narración en una sala sin asientos



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Lavabos de señoras


Se reúnen las esposas en el aseo.
Una de ellas me acuna
en su hombro, soy un bebé
llorando para ella.
Nos ha pasado a todas, me dice,
y se vuelve y se lava
sus propias heridas.


Afuera, en el hotel, los hombres
celebran
algo, aplauden al cantaor,
canallean el pasillo en busca de bebida;
saben a salvo su secreto,
quizás hasta ahora mismo.


Narración en una sala sin asientos


I


Y ahora el juez
visiblemente encantado de no ser la víctima,
me pide que relate aquellos hechos.


Le había imaginado en muchas callejuelas
en las noches que acaban sin zapatos
bailando sobre la mesa
de las cafeterías. No esperaba
que entre las sombras de mi puerta,
violentara igualmente el cuerpo
y la casa que le acogían.


No se puede vencer
a lo que ni siquiera se concibe,
probablemente la cara más real
de este montaje que me considera
mitad objeto, mitad animal todavía,
y acude con máquina de escribir
y cámaras y público
a mi gesto de socorro.


Ese mismo día acabé en comisaría,
relatando todo de nuevo
en una sala sin asientos.


Luego vinieron los abogados
y por último, los jueces,
los bellísimos salones de terciopelo verde
que guardan a los jueces;
la tallada madera que soporta
sus utensilios míticos:
la balanza, el plateado puñal,
el mazo, de los que esperamos
algo así como una respuesta,
porque hemos investido este lugar
de potestad sobre nosotros
y el mutuo acuerdo entre los hombres
es otra forma de lo sacro.


Aquí fue la vergüenza
el despojamiento de todo lo que creía,
porque todo lo que vale una mujer
quedó fijado antes de su nacimiento,
hace muchos siglos,
y no sirven contra ello la voz,
los documentos, la lucha…
No ante el Conocedor de Lo Que Valgo,
el cual, feliz desde su mesa,
ordena a su secretaria
la importancia de anotar
que la denunciante vive sola,
es soltera y acostumbra, señorita,
a dormir sin ropa los veranos.
La tinta y el papel se pudren,
la habitación hiede a calamares muertos,
señoría.


Y el agresor detrás,
siempre mirando al suelo,
siempre las manos juntas,
vestido con un increíble traje azul marino,
como un hombre normal.
Todo para nada
toda esta humillación,
esta fisiología en primer plano,
no sirve más que para el lucimiento
de los zapatos italianos,
los maquillajes franceses
y las corbatas de seda
sobre la seda de las togas.
Lucen sus galas en esta caza costosísima,
después redactan su sentencia.


Yo no sé lo que me corresponde de este mundo,
pero sí sé que jamás
volveré a reclamarles parte alguna
en sus juegos.


II


Hay algo peor todavía,
algo más que la escenificación
en propio cuerpo de los tópicos
leídos en diarios y revistas,
peor que la corta lucha,
peor que los tribunales.
Es el porqué
–el no saber por qué–,
en un hombre está tan lejos
la conciencia de su sexo,
como si de un castrado
en cierto modo se tratase.


(del Poemario “La insolencia”,  2001)




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